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Censura, miedo y otros obstáculos para hablar de sexo

Querido lector,


Tengo la fortuna de haber crecido junto a una mamá que me hizo ver el sexo como algo natural y no como algo malo; sin embargo, eso contrastaba con el haber sido educada en un colegio católico en donde el sexo sin la intención de concebir era el peor de los pecados. Esa dualidad me enseñó, desde muy joven, que había algo raro en hablar del tema: que era normal, pero no demasiado; que era humano, pero también motivo de castigo. Como si las palabras tuvieran el poder de invocar algo peligroso.



Durante años, hablar de sexo me dio pena. No porque no tuviera preguntas —las tenía todas—, sino porque parecía que nadie quería responderlas sin bajar la voz o mirar hacia otro lado. Aprendí a disimular la curiosidad, a reírme con nervios cuando alguien decía algo subido de tono, a fingir que entendía lo que no entendía. Como si la ignorancia fuera más aceptable que el interés.


Y sin embargo, el sexo está en todas partes. En las canciones, en las series, en los comerciales que usan cuerpos como ganchos para vender perfumes, ropa o carros. Vivimos en una sociedad hipersexualizada que al mismo tiempo se escandaliza si alguien habla abiertamente de placer, consentimiento o deseo. ¿Cómo no vamos a crecer confundidos?


Nos da miedo hablar de sexo porque nos enseñaron a tener miedo. Porque confundimos pudor con silencio, protección con censura, y moral con represión. Nos dijeron que callar era más elegante. Que preguntar era indecente. Que explorar era sinónimo de descaro.


Claro que al crecer, y especialmente al comenzar un proyecto como Equis: Contenido Erótico, aprendí a normalizar las preguntas, las conversaciones y los silencios incómodos que rodean al sexo. Hablarlo sin pena, sin rodeos y sin sentirme juzgada se volvió parte del proceso. También ayudó rodearme de un grupo de amigos que no le temen al qué dirán y que hablan del tema con la naturalidad que debería ser común.


Así que aquí van algunas de las razones por las que creo que tuve miedo —y por las que muchas personas aún lo tienen— de hablar de sexo:


1. Herencia cultural y religiosa:

Empecemos por lo básico: si naciste en un país tan religioso como Colombia, probablemente creciste viendo el sexo como algo desviado, sucio o pecaminoso. Lo irónico es que esta mirada moralista convive con una industria sexual activa y evidente. Tenemos iglesias en cada esquina, sí, pero también prostitutas, prepagos y moteles decorados con luces de neón. Y no olvidemos a los hombres que se jactan de ser defensores de la “familia tradicional”, van a misa cada ocho días y, en secreto, pagan por servicios sexuales o mantienen relaciones paralelas. Porque, como dicen por ahí, “el que peca y reza, empata”.


El problema no es solo la doble moral. El problema es el silencio. Nos enseñaron a pecar, pero en privado. A vivir una vida sexual activa, pero sin jamás mencionarla. Y ese silencio ha hecho daño: ha impedido que tengamos una educación sexual clara, ha convertido el placer en culpa, y ha hecho que muchas personas no tengan ni idea del uso correcto del condón, de cómo funcionan los anticonceptivos o de cómo protegerse frente a infecciones de transmisión sexual.


2. Educación deficiente o inexistente:

Al haber estudiado en un colegio católico, puedo decir que la educación sexual fue prácticamente inexistente. Y cuando por fin aparecía, era bajo un enfoque moralizante y restrictivo: se hablaba del sexo como algo peligroso si no se daba dentro del matrimonio, del aborto como una condena eterna y del uso de anticonceptivos como una falta gravísima. El mensaje era claro: el sexo no era para disfrutarse, era para reproducirse, y solo bajo ciertas condiciones.


Y esto no solo me pasó a mí. Le ha pasado —y le sigue pasando— a muchas personas en colegios de todo tipo, tanto públicos como privados, religiosos o no. La educación sexual, en la mayoría de los casos, se limita a un par de clases donde se repasan los órganos reproductivos, se habla por encima de la fecundación, y se infunde miedo: miedo al embarazo adolescente, miedo a las infecciones de transmisión sexual, miedo al “desvío”.


Pero rara vez se habla del consentimiento, del placer, de la exploración sana, del cuerpo como territorio propio. Rara vez se dan herramientas reales para que niños y adolescentes puedan entender su sexualidad de forma responsable y libre, sin culpa ni ignorancia.


El problema no es solo la falta de información, sino la forma en que se transmite la poca que hay. Cuando el sexo se enseña desde el miedo o desde la culpa, lo único que se logra es perpetuar el tabú, y dejar a las personas sin el lenguaje ni la confianza para hablar de lo que sienten o necesitan.


3. Miedo a ser juzgados:

Hablar de sexo sigue siendo un acto valiente. Porque apenas lo haces, llegan las etiquetas. Si eres mujer y hablas abiertamente de tu vida sexual, eres “fácil”, “perra”, “zorra” o “necesitada”. Si eres hombre y lo haces con vulnerabilidad, te tildan de “débil” o “menos hombre”. Y si no cumples con los estándares heteronormativos, entonces el juicio viene aún más cargado.


Nos da miedo contar lo que nos gusta, lo que no nos gusta, lo que hemos vivido, lo que deseamos o lo que nunca nos ha pasado. Porque nos enseñaron que la vida sexual debe vivirse en secreto. Que hablarlo es exhibicionista, que disfrutarlo es indecente, que explorarlo es vergonzoso.


Y ni hablar de hacerlo en espacios familiares o laborales. Muchas veces, el juicio no solo viene con palabras, sino con silencios, miradas, chismes y consecuencias. Así que preferimos callar. Aunque tengamos dudas, ganas o heridas sin sanar.


4. El sexo como objeto, no como conversación:

Otra razón por la que nos cuesta tanto hablar de sexo es que, culturalmente, lo hemos convertido en producto, no en diálogo. Está en todos lados: en la música, en la publicidad, en las redes sociales, en las películas. Pero casi siempre aparece desde lo visual, lo performativo, lo estético. Como algo que se muestra, pero no se discute.


Consumimos sexo todo el tiempo, pero no lo hablamos. Lo deseamos, lo buscamos, lo usamos para vender, pero lo evitamos como tema real. Nos falta lenguaje, nos faltan espacios seguros y, sobre todo, nos falta costumbre.


Y si no hablamos de algo, es muy difícil que podamos vivirlo con libertad, responsabilidad o plenitud. Porque el silencio no protege, solo esconde. Y el sexo, como cualquier parte de la vida, también se aprende, se comunica y se comparte.


En todo caso, creo que estos puntos resumen los grandes problemas que tenemos al hablar de sexo. Puede que haya más, sí, pero la verdad es que no debería existir ninguno. El sexo es algo natural, divertido, poderoso. No deberíamos tenerle miedo, ni a vivirlo ni a conversarlo.


A veces pienso en todas las cosas que me habría gustado saber antes. En esas preguntas que no me atreví a hacer. En las veces que callé por vergüenza o por miedo a lo que pensaran de mí. Y me doy cuenta de que el silencio, muchas veces, duele más que el error. Porque cuando no hablamos, no aprendemos. No nos protegemos. No nos entendemos.


Por eso hoy escribo esto. Porque abrir estos diálogos, aunque sea incómodo, aunque remueva cosas, es también una forma de cuidarnos. De conocernos. De romper cadenas que no elegimos. Y de empezar a vivir nuestra sexualidad —y nuestra vida— con menos culpa y más libertad.


Con cariño,

Valentina C. Villada.

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