Un cuerpo frágil con un espíritu inquebrantable
- Valentina C. Villada
- 17 mar
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 30 abr
María Isabel Ramírez Salazar tiene 22 años y ha pasado la mayor parte de su vida luchando contra la anorexia. Su relación con la comida siempre ha estado marcada por el miedo: miedo a engordar, miedo a perder el control, miedo a que su cuerpo no encaje en los estándares que ella misma se impuso. Pero su historia no es solo la de una enfermedad, sino también la de una profunda fe y un deseo constante de encontrar paz.

Desde muy pequeña, Isa (como la llamábamos todas en el pabellón) comenzó a sentirse incómoda con su cuerpo. A los diez años, el acoso escolar marcó el inicio de su enfermedad. Sus compañeros le decían que era fea, que estaba gorda, la golpeaban, le quitaban la comida y hasta le robaban sus útiles escolares. Ese rechazo fue calando hondo en ella, hasta convencerla de que debía cambiar para ser aceptada. Así empezó a dejar de comer, a esconder la comida y a castigarse cuando sentía hambre. Sus padres lo notaron rápidamente: su prima, que estudiaba con ella, les contó lo que pasaba en el colegio, y pronto la institución también alertó sobre su situación. Pero para entonces, ella ya había entrado en un ciclo difícil de romper.
A medida que crecía, su obsesión con la delgadez se intensificó. Leyó los llamados Diarios de Ana y Mía, comunidades en línea que romantizan los trastornos alimenticios. Siguiendo esos consejos, empezó a consumir únicamente agua y pepino, a ejercitarse en exceso y a tomar laxantes para bajar de peso. Cuando el hambre era insoportable, se golpeaba el estómago o bebía grandes cantidades de agua para llenarse. A los 15 años, en medio de la desesperación, intentó suicidarse con pastillas y terminó en urgencias. Ese fue el primero de varios episodios críticos.
A los 17 años volvió a ser hospitalizada y, aunque intentó mejorar su alimentación, lo hizo de manera controlada y restrictiva. Comía ensaladas, evitaba el desayuno y se aseguraba de ingerir la menor cantidad de calorías posible. La culpa nunca desapareció y la sensación de rechazo seguía persiguiéndola. Sin embargo, había algo que la mantenía en pie: su fe.
Desde niña, María Isabel sintió una fuerte vocación religiosa. Siempre soñó con entregarse completamente a Dios y, a los 19 años, ingresó al convento de las Hermanas Pasionistas, en Envigado, Antioquia. Allí encontró un propósito, pero su estado de salud se convirtió en un obstáculo. No podía cumplir con las exigencias del convento debido a su enfermedad y al mes tuvo que regresar a casa. Sin embargo, su congregación le permitió seguir viviendo el carisma de la comunidad desde su hogar, por lo que continuó su camino espiritual como consagrada religiosa.
A pesar de su devoción, la anorexia seguía presente. A a los 22, alcanzó un punto crítico. La ansiedad por la comida, el peso y la imagen corporal no la dejaban vivir en paz. Su cuerpo también empezaba a manifestar las consecuencias: llevaba nueve años sin menstruación, tenía un vello corporal excesivo debido a cambios hormonales y su cabello se caía cada vez más. Aunque se veía extremadamente delgada, en el espejo su reflejo le decía otra cosa.
Fue entonces cuando decidió hospitalizarse nuevamente. Su psiquiatra le advirtió que su enfermedad no tenía un retorno claro, pero ella estaba cansada de vivir de esa manera. Quería intentarlo una vez más.
La vida en la clínica
Cuando la conocí, llevaba un mes hospitalizada en la Clínica San Juan de Dios. Su rutina era tranquila y estructurada. Se despertaba antes del amanecer, se bañaba y rezaba el rosario. Luego, mientras esperaba que abrieran las puertas, hablaba con Dios o pasaba el rato conversando con otras pacientes. La comida seguía siendo un desafío diario, pero había encontrado una estrategia para sobrellevarlo: antes de cada comida, se repetía pensamientos positivos, intentaba convencerse de que estaba bien comer, que su cuerpo lo necesitaba. Sin embargo, la ansiedad no desaparecía. Antes de cada plato, caminaba de un lado a otro, se sentaba y se paraba varias veces, como si su mente estuviera en una batalla constante entre el miedo y la necesidad de sanar.
Las manualidades se convirtieron en su refugio. Cada vez que la terapeuta llegaba con una nueva actividad, María Isabel se sumergía en ella con dedicación. Le gustaba pintar, hacer puntillismo y crear diferentes cosas. La concentración en esos detalles le permitía distraerse de los pensamientos que la atormentaban. También disfrutaba salir al patio y sentir el sol en la piel, aunque en esos días el clima no siempre lo permitía.
A lo largo del día, mantenía su fe presente en todo momento. Por la noche, antes de dormir, se daba la bendición y hacía una oración en la que pedía por su familia, sus compañeras del psiquiátrico y por su propia recuperación.
Una persona noble y fuerte
María Isabel es una persona callada, pero cuando habla, lo hace con dulzura y sabiduría. No dice más de lo necesario, pero siempre tiene un saludo amable y una sonrisa para quienes la rodean. Su cuerpo es frágil, extremadamente delgado, pero su fortaleza interior es admirable.
Suele vestir ropa ancha, faldas largas y sacos que cubren su delgadez. Su cabello es corto por su vocación religiosa y su piel es muy blanca, con un vello corporal notorio debido a la enfermedad. Pero más allá de su apariencia física, lo que realmente la define es su forma de ser: una persona noble, con una fe inmensa, capaz de brindar palabras de aliento incluso en sus propios momentos difíciles.
Su familia ha sido un pilar fundamental en su vida. Su padre la visitaba siempre que podía, mientras que su madre, aunque no podía ir con frecuencia por sus responsabilidades en casa, hablaba con ella todos los días. Esa conexión familiar le daba fuerzas para seguir adelante.
El día que salió de la clínica, se arregló con esmero. Sabía que el camino no sería fácil, que aún tenía muchas batallas por delante, pero en su rostro había una expresión de tranquilidad y esperanza. María Isabel sigue luchando, aferrada a su fe y al deseo de encontrar un equilibrio entre su vocación y su bienestar.
Su historia es la de una mujer que ha enfrentado el dolor, la enfermedad y el miedo con una determinación admirable. Es un recordatorio de que, incluso en la lucha más difícil, siempre hay algo por lo que seguir adelante.
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