Chasing Pavements: la historia
- Valentina C. Villada
- 20 mar
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 30 abr

—Creo que lo mejor sería darnos un tiempo —dije, tratando de mantener la calma.
Andrés frunció el ceño. —¿Darnos un tiempo? ¿De qué estás hablando?
—Andrés, estoy agotada —exhalé, sintiendo cómo el peso de las últimas discusiones se acumulaba en mi pecho—. Siempre es lo mismo. Discutimos por tonterías, una y otra vez. Entiendo que lo que viviste en tu última relación fue difícil, pero no puedes seguir trayendo esos fantasmas a la nuestra.
Andrés pasó una mano por su cabello, frustrado.
—No es tan fácil, Helena. No es como si pudiera apagarlo de un día para otro.
—Lo sé. Pero tampoco es justo que yo cargue con eso —respondí, sintiendo un nudo en la garganta—. He intentado entenderte, ser paciente… pero me estoy perdiendo en el intento.
Su mirada se suavizó por un instante, como si fuera a decir algo, pero en lugar de eso apretó los labios y desvió la vista. El silencio entre nosotros pesaba más que cualquier grito.
Me levanté del sofá y tomé mi abrigo.
—Voy a caminar un rato. Necesito despejarme.
Andrés no me detuvo. Ni siquiera preguntó si volvería.
Al cerrar la puerta detrás de mí, el aire frío de la noche me golpeó de inmediato. Nos encontrábamos a mediados de septiembre, y el calor del verano se había disipado, dando paso a un otoño incipiente que se colaba bajo mi abrigo. Las calles estaban llenas de vida, repletas de personas que reían, hablaban y continuaban con sus rutinas, ajenas a la tormenta que se desataba en mi interior.
La indiferencia del mundo me hacía sentir aún más sola. De repente, el bullicio me resultó insoportable; el murmullo de las conversaciones, el sonido de los pasos apresurados y las luces intermitentes de los autos se mezclaban en una cacofonía que me ahogaba. ¡Dios! No estaba segura de querer estar sola, pero tampoco soportaba estar aquí, atrapada en medio de una multitud que no podía notar lo rota que me sentía.
Inspiré hondo y empecé a caminar sin rumbo, dejando que mis pasos me alejaran del departamento, de la discusión, de Andrés. ¿Realmente lo amaba? Sí, tenía que ser así. Pero últimamente, amarle se había vuelto agotador. Se sentía como tratar de sostener agua entre los dedos: por más que intentara contenerlo, algo siempre se escurría. Y, al final, me quedaba con la sensación de vacío, con la frustración de ver cómo se nos escapaba lo que alguna vez tuvimos.
Las calles estaban mojadas por la lluvia reciente, los charcos reflejaban las luces de los faroles como pequeños espejos rotos. Me pregunté si eso éramos nosotros: una imagen distorsionada de lo que alguna vez fuimos.
Había días en los que recordaba con una claridad casi dolorosa por qué habíamos empezado. Andrés apareció en mi vida cuando yo había dejado de creer en el amor, cuando estaba convencida de que quizá no estaba hecha para eso. Pero él me demostró lo contrario. Con él, entendí que no era difícil de amar, que el problema no era mío, sino que simplemente no había encontrado a alguien que supiera hacerlo de la manera en que yo necesitaba.
Al principio, todo fue tan fácil, tan natural. Detalles inesperados, conversaciones que se alargaban hasta el amanecer, risas compartidas en medio de la rutina. Me hacía sentir especial, como si yo fuera la excepción en su mundo, y durante un tiempo, eso bastó. Pero el encanto de los primeros meses se fue desgastando poco a poco, hasta que un día me di cuenta de que las risas se habían vuelto suspiros de agotamiento y los detalles se transformaron en disculpas tras cada discusión. Lo que antes nos unía ahora parecía ser solo una serie de recuerdos atrapados en el pasado.
¿Cómo habíamos llegado hasta aquí? ¿Cuándo el amor se había convertido en una batalla de resistencia en lugar de un refugio?
Si tanto lo amaba, ¿por qué estar con él me hacía sentir tan sola?
Me detuve en la esquina de una calle vacía. Mi respiración era irregular, pero no por el frío ni por el cansancio. Era el peso de la verdad que, por más que intentara ignorar, se hacía cada vez más imposible de evadir.
Y entonces alguien gritó mi nombre.
—¡Helena!
Me giré de golpe, con el corazón desbocado y un escalofrío recorriéndome la espalda. La noche pareció contener el aliento. Al otro lado de la calle, una figura emergió de entre las sombras, la luz de un farol parpadeante iluminando su rostro a medias. Mi pulso se disparó cuando reconocí a Andrés, con la respiración agitada y las manos enterradas en los bolsillos de su chaqueta, como si intentara aferrarse a algo. Su mirada, oscura y desbordante de angustia, se clavó en la mía con desesperación.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó, dando un par de pasos hacia mí.
No supe qué responder. No estaba segura de si me preguntaba por qué había salido corriendo o si, en realidad, quería saber si esto era el final.
—Andrés… —susurré, sintiendo cómo la determinación que había creído tener tambaleaba bajo su mirada.
—Dime que esto no es definitivo. Dime que solo necesitabas despejarte y que vas a volver a casa. —Su voz tembló levemente, apenas un susurro ahogado por la angustia. Sus manos, crispadas en puños, temblaban levemente, y su mandíbula se tensó con una mezcla de desesperación y miedo. Por primera vez en mucho tiempo, vi verdadero pánico en sus ojos, como si la idea de perderme lo destrozara desde dentro.
Y eso dolió más de lo que esperaba. Porque yo no quería hacerle daño.
—No puedo —admití, apenas audiblemente.
Él frunció el ceño, dando otro paso hacia mí, ignorando los autos que pasaban lentamente entre nosotros.
—No puedes… ¿qué?
—No puedo seguir así, Andrés. —Mi voz se quebró, y sentí que mi pecho se cerraba por la culpa, por el amor que aún existía pero que ya no era suficiente—. Te amo, lo sabes, pero me estoy perdiendo en esta relación. No sé en qué momento pasamos de ser felices a estar siempre esperando la próxima pelea, la próxima disculpa.
Él apretó los labios, desviando la mirada por un segundo. Luego la volvió a fijar en mí con desesperación.
—Todo lo que hemos construido… ¿vas a tirarlo por la borda?
Cerré los ojos, sintiendo el ardor de las lágrimas que no quería dejar caer.
—No se trata de tirarlo, Andrés. Se trata de aceptar que no nos estamos haciendo bien.
El silencio entre nosotros se hizo insoportable. Los autos seguían pasando, la gente seguía caminando a nuestro alrededor, pero en ese instante, solo existíamos nosotros dos y el abismo que se había abierto entre lo que éramos y lo que ya no podíamos ser.
—No quiero perderte —susurró.
Yo tampoco quería perderlo. Pero tal vez, la única forma de encontrarnos a nosotros mismos era dejando de aferrarnos a lo que ya no podíamos salvar. El viento arrastró mis palabras, disipándolas en la noche fría, mientras Andrés se quedaba inmóvil en la acera, una estatua de incertidumbre y dolor. Y yo, con el corazón encogido, me alejé sin mirar atrás.
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