El peso de no sentir nada
- Valentina C. Villada
- 9 mar
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 30 abr
Siempre he pensado que escribir es una buena forma de desahogarse (y más cuando sientes que nadie puede entender lo que te sucede), pero hay momentos en los que los sentimientos son tan abrumadores que cuesta ponerlos en palabras. Aun así, esta vez lo intentaré, porque no es necesario escribir algo perfecto.

Llevo un año sintiéndome demasiado triste. Es un peso que no sé cómo soltar, una sombra que me sigue a todas partes. Últimamente lloro mucho. Porque sí, porque no, porque tal vez. A lo mejor es culpa de mi SPM o quizá solo sea un modo de pedir ayuda. La verdad es que la necesito, y la tengo. Mi familia es una red de apoyo increíble, y mi psicólogo, aunque está más loco que yo, me ha ayudado a entender muchas cosas. El problema es que no sé qué hacer con todo lo que entiendo. Porque ahora mismo no encuentro la alegría en nada, y eso es lo que más le preocupa a todos.
A veces hay demasiadas voces en mi cabeza (y sí, me repito que no estoy loca, pero las escucho). Es como cuando suena tu canción favorita y todo va bien, pero de repente abres una ventana y empieza a sonar otra canción al mismo tiempo. Luego otra. Y otra. Hasta que se mezclan tantas melodías que ya no sabes a cuál prestar atención. En medio del caos, alguien intenta hablarme (digamos que es la voz de la razón), pero es imposible escucharla con todo el ruido de fondo. Así se siente mi ansiedad: comienza como un murmullo lejano y de pronto se convierte en un estruendo imposible de ignorar.
Ahora bien, ¿qué papel juega la canción favorita en todo esto? Para mí, representa mis ilusiones, mis sueños, esas ideas locas que me emocionan… pero que las voces de la inseguridad no tardan en opacar. Esas voces nunca me han dejado en paz. Me dicen que nunca seré lo suficientemente buena, que no importa cuánto me esfuerce, que hay algo en mí que no da la talla.
Una vez, una psicóloga me dijo que todo esto se debía a que me sentía abandonada por mi padre biológico. Apenas habíamos cruzado tres palabras y ya tenía su diagnóstico. En lo personal, nunca estuve de acuerdo. No me interesa encajar ni ser aceptada por todos. Lo que realmente me aterra no es la soledad, sino la mediocridad. No me importa tener uno o dos amigos. Me importa no destacar en lo que amo, en lo que me apasiona.
Sé que tengo una voz en mi cabeza que me dice que debo ser buena en todo, y culpo a mi profesora de primaria por eso. Me enseñó que la excelencia era el único camino aceptable y, desde entonces, esa idea se quedó clavada en mí como una espina difícil de sacar. Pero la verdad es que no soy buena en todo: no me gustan los deportes, no sé cantar, no toco ningún instrumento, no soy experta en baile ni en idiomas, aunque me gusten. Y, aun así, mi mente insiste en repetirme que, si no soy perfecta, entonces no valgo nada. Que si no puedo hacerlo bien, mejor ni intentarlo.
Tengo muy claro que “la vida no es una fábrica de conceder deseos” y que para conseguir lo que anhelas hay que esforzarse. Pero a veces, ni siquiera eso es suficiente. O al menos, así lo he sentido siempre. Soy pesimista por naturaleza, lo sé. Para mí solo existen el blanco y el negro. No hay grises, no hay matices. Y cuando miro mi vida en retrospectiva, me doy cuenta de que, por más que me esfuerce, nunca me siento lo suficientemente buena para alcanzar lo que quiero. O tal vez lo que siempre quise no era lo que esperaba… pero es más fácil culparme a mí que a mis propias expectativas.
A veces, la pereza me domina, como a cualquiera cuando tiene que hacer algo que no disfruta. Pero cuando se trata de algo que amo, no es pereza, es miedo. Miedo al fracaso. Por eso no me gusta ilusionarme ni desear algo con todo mi corazón: porque, como dice la vecina rubia, "las ilusiones son como los tacones, entre más altos, más duele la caída". Y a nadie le gusta el dolor.
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