Entre el barro y el vínculo
- Valentina C. Villada
- 31 jul
- 7 Min. de lectura
Querido lector,
Dicen que "la familia y los negocios van por aparte", y tiene todo el sentido del mundo. Una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa. Pero eso no significa que no puedan coexistir en armonía.
Mestizo es prueba de ello. Es una extensión viva del vínculo entre Aleja y Mauro, una pareja que encontró en la cerámica no solo un oficio, sino una forma de vida compartida. Es una marca de cerámica artesanal que nació casi como sin querer… y se convirtió en una forma de amar, en su taller, su empresa, su proyecto, su criatura.

María Alejandra Velásquez es diseñadora industrial, ilustradora, creadora visual. Mauricio Arango Ramírez es psicólogo, ordenado, metódico, administrador por necesidad y por intuición. SDesde el principio fueron distintos, pero complementarios, y ahí está la magia. “Yo soy la parte aburrida pero necesaria”, dice él, riendo. “Ella es la poesía, el color, la luz”. Esa diferencia, lejos de separarles, ha sido la base de todo lo que han construido juntos.
Pero llegar hasta aquí no fue fácil. Fue una historia larga (de esas que, como dice Aleja, parecen de telenovela). Antes de Mestizo, existió Azul Cobalto, un taller que fracasó. “Era un proyecto muy ambicioso, queríamos montar una empresa gigante sin conocer el material, sin saber administrar. Nos quedó grande”, confiesa Aleja. Faltó estructura, sobró romanticismo.

Para entonces ya eran pareja. Y aunque Mauro no formaba parte del proyecto, acompañó a Aleja más allá del afecto: “Yo sabía cuánto costaba un bulto de arcilla, cuántos pocillos salían de ahí… y no entendía cómo no les daba el negocio”. Sin saberlo, estaban dándole forma, juntos, a lo que más tarde sería Mestizo.
Después de aquella caída, Aleja se refugió en la finca de sus papás. Con el corazón y el ego heridos, con una tusa empresarial entre manos, y con la cerámica como único consuelo. “Yo no quería volver a saber nada del barro”, repite. Pero la cerámica seguía ahí. Y Mauro también.
Mientras procesaba el duelo del antiguo taller, siguió haciendo lo que le gustaba: pintar. “Aleja empezó sola allá a hacer sus cosas. Hacía todo: vaciaba, pulía, quemaba, pintaba... hasta que no pudo más”. Los pedidos empezaron a llegar. Tantos, que Mauro decidió dejar su trabajo y unirse por completo. Fue entonces cuando nació, de forma más formal, Casa Mestiza.
Primero fue una tarea del SENA. Luego, un proyecto a dos manos. “Arrancamos con una mesita, un horno pequeño y muchas ganas”, cuenta Aleja. Empezaron a trabajar juntos en la finca, a las afueras de La Ceja del Tambo, Antioquia. Era 2020 y, contrario a lo que muchos vivieron, la pandemia les ayudó a crecer como marca. Tanto, que año y medio después decidieron mudarse a la zona urbana del pueblo.
El cambio no solo fue logístico: significó dar un paso más en su vida como pareja. Vivían y trabajaban en la misma casa. “Pensamos que iba a ser difícil”, recuerdan. “Pero lo difícil no fue convivir. Lo difícil fue enfrentarnos a la vida adulta: pagar cuentas, hacer mercado, lavar ropa, cocinar”.
Contrario a lo que se podría pensar, el taller no ha sido un obstáculo en su relación. Al contrario. “Mesti fue nuestro hijo, nuestro primer hijo prematuro”, comenta Mauro con una mezcla de ternura y orgullo. Y como todo hijo, les ha enseñado a soltar. A entender que no todo se puede controlar. Que algunas piezas saldrán mal del horno, y no por eso se acaba el mundo.

Ambos tienen muy claros sus roles dentro del proyecto y de la pareja. Aleja es la creativa: diseña, imagina, pinta. Mauro organiza: calcula tiempos, estructura procesos, pone orden. Y eso los ha llevado a confiar profundamente en las capacidades del otro. “Yo siento que tú eres necesario, pero no como ‘te necesito para vivir’, sino como una pieza clave en este equipo”, le dice ella, mirándolo como si lo dijera por primera vez.
Y así funcionan: con diferencias y acuerdos, con respeto mutuo, con una complicidad que no necesita explicarse demasiado. “Yo sé que Aleja hace bien su parte, y ella confía en que yo hago la mía. Si yo digo ‘esto se puede hacer así’, ella me cree. Y si ella me dice ‘yo pinto eso en tres días’, yo sé que lo hace”, asegura Mauro.
Tener los roles definidos, y las rutinas claras, les permite avanzar sin pisarse los pies. Mauro trabaja por objetivos. Puede llegar a las diez de la mañana y quedarse hasta la medianoche si hace falta. Aleja, en cambio, necesita estructura. Pinta todos los días de 9 a 6. “Su trabajo es infinito, dice él. Siempre hay algo que pintar. Si no marca un horario, nunca acabaría.”
Pero más allá de cómo trabajan, lo que más cuidan es cómo viven. Y eso incluye algo fundamental: el tiempo fuera del taller. “Procuramos que en la casa el taller aparezca poco", comenta Mauro. "Pasamos mucho tiempo juntos, todo el tiempo estamos juntos, y si todo se reduce al taller, la vida de pareja queda un poco relegada.”
Esa conciencia los ha llevado a establecer límites sanos: los domingos son casi sagrados, las tardes tienen un final, y si hay algo que decir del trabajo, se dice… pero se vuelve, rápido, a hablar de otra cosa. Porque aunque el amor nació entre barro, saben que también necesita oxígeno. Y ese se encuentra fuera del horno, lejos de los moldes, en los espacios donde pueden ser simplemente Aleja y Mauro. No los de Mestizo. Solo ellos.

También han aprendido a separar sus versiones: Mauro-administrador no es Mauro-novio. Aleja-pintora no es Aleja-pareja. Si tienen algo que decirse como socios, se lo dicen con ese sombrero puesto. Si están en casa, intentan hablar de cualquier otra cosa. Esa claridad los protege: les permite reconocer cuándo están hablando desde el rol profesional y cuándo desde el vínculo afectivo. “Si tengo algo que decirle a Aleja sobre su trabajo, se lo digo al personaje que pinta, no a mi novia”, explica Mauro. Y viceversa. Cuando hay que apretar la producción, hablan desde lo técnico. Cuando hay que parar, lo hacen desde el cuidado.
La salud mental no es un lujo para ellos; es parte del modelo de negocio. Por eso se reservan tiempos de descanso y rutinas que los saquen del ciclo constante de producir. “Mestizo es un trabajo, pero no lo es todo. Nosotros somos más que eso”, afirman con firmeza.
Y claro, como en toda relación (de pareja o de empresa), hay momentos duros. Momentos en que todo aprieta, en que el cansancio se acumula, en que las decisiones pesan más de lo habitual. Pero ahí también se acompañan. “Afortunadamente nunca hemos estado mal al tiempo. Cuando uno cae, el otro sostiene.”
Así fue después del fondo de emprendimiento. Un año con mucha presión, cambios grandes, tareas infinitas. Cuando terminó esa etapa, Mestizo ya era una empresa más sólida, más grande, pero ellos se sentían desfasados. “Mestizo se estaba moviendo solo y nosotros nos habíamos quedado quietos”, recuerda Mauro. Por eso se escaparon a una cabaña. Hablaron, respiraron, y volvieron a preguntarse por qué estaban haciendo esto, qué soñaban, qué querían construir. Esa conversación los reordenó.
De esos espacios nacen nuevas formas de verse. Y de seguir.
“El amor, como la cerámica, se hace en capas”, dice Mauro. “Hay que vaciar, pulir, pintar, hornear. Cada paso importa.” Pero también saben que no todo depende de ellos. Hay esmaltes que no cuajan. Hornos que fallan. Piezas que se quiebran. Y en el amor también hay de eso: partes que se escapan del control, momentos en los que solo queda aceptar, soltar y seguir.
El taller les ha enseñado, entre otras cosas, a ser más compasivos. A mirar al otro con más paciencia. A mirarse a sí mismos con más ternura. “Te entiendo, y a la vez me entiendo a mí”, dicen. Porque compartir camino no solo permite acompañar, también permite comprender. “Yo veo mi carga, veo la tuya, y entonces entiendo por lo que tú pasas. Y tú también entiendes por lo que yo paso.”
En esa doble mirada, la del amor y la del oficio, han aprendido a soltarse sin perderse. A apoyarse sin anularse. A vivir su relación como se vive un proceso artesanal: con atención, con cuidado, con voluntad de mejora constante. Y también con espacio para fallar.
Porque al final, eso es el amor cuando se hace a mano: imperfecto, lleno de marcas propias, pero profundamente auténtico.
Y claro que Mestizo tenía que ser parte de su historia como pareja. Está en las piezas que no se venden, en los objetos que no tienen precio. Como ese dije en forma de casita, un anillo y una pulsera que Mauro le hizo a Aleja cuando se comprometieron.. O los amuletos que planean hacerse mutuamente para su boda, hechos con sus propias manos, con el mismo barro que usan para crear. Son piezas que no se pueden repetir, como los momentos que han vivido. Objetos que no solo adornan: cuentan. Y lo que cuentan es una historia de amor construida paso a paso, pieza a pieza. “En esas piezas no hay precio, hay historia”, dicen. Y es cierto. Mestizo es una empresa, sí. Pero también es un reflejo de lo que han vivido juntos: de las crisis, las decisiones, los duelos, la belleza de crear algo entre los dos. Es barro y es vínculo. Es sustento y es símbolo.
Saben que un día podría acabarse. “Mestizo es finito. Lo tenemos claro. Pero el amor, el aprendizaje, eso queda.” Y por eso cuidan su identidad individual: Mauro tiene su fútbol, Aleja sus talleres de escritura. Cada uno con su espacio, su respiro, su voz propia. “No queremos que todo sea Mestizo. Queremos que siga siendo parte de nuestra vida, no toda la vida.”
Y tal vez no haya una fórmula mágica para equilibrar el amor y el trabajo, pero ellos han encontrado una manera: escuchándose, reinventándose, dándose tiempo. Como se hace con todo lo que vale la pena. Porque el amor no siempre es relámpago, a veces es fuego lento. A veces se parece más a la arcilla: algo que toma forma entre las manos, que requiere tiempo, temperatura, paciencia.
Así que si tienes la fortuna de compartir la vida con alguien, y además te sueñas con crear algo juntos, no le temas al barro, ni al horno, ni a las manos manchadas. Solo asegúrate de tener claridad, respeto y un profundo deseo de sostener al otro, incluso cuando todo parezca tambalear.
Porque cuando el amor se hace a mano, cada imperfección cuenta. Y cada pieza, como cada gesto, puede volverse inolvidable.
Con cariño,
Valentina C. Villada.
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