Mi manera de sobrevivir a los días que pesan
- Valentina C. Villada

- hace 8 horas
- 3 Min. de lectura
Querido lector,
Hay días en los que no quiero hacer nada. No porque sea floja ni porque haya perdido la motivación, sino porque mi cuerpo y mi mente, después de insistir en silencio durante días, finalmente dicen: hasta aquí llegamos hoy.

Casi siempre me pasa después de varias jornadas de interacción social intensa, de salir mucho, de estar rodeada de gente, de no tener un solo momento a solas. También aparece cuando algo me hirió, cuando una situación se me quedó atravesada o cuando cargué más emociones de las que podía sostener. Es como si mi sistema me dijera: “te cuidé todo lo que pude… ahora te toca a ti”.
Y, por supuesto, ahí llega la ansiedad con su discurso reciclado: “Deberías estar haciendo más. No puedes parar. Te vas a quedar atrás. ¿En serio vas a descansar?” Esa voz tan conocida es la que prende la culpa como un interruptor.
¿Qué hago, entonces, en esos días?
1. Me doy permiso de bajarme del mundo.
Cierro un poco la puerta. Me quedo en cama un rato más, tomo café sin afán y abrazo el silencio. No respondo mensajes de inmediato (o no los respondo, punto) y no hago planes; incluso si tenía algo agendado, lo cancelo sin remordimiento. Dejo que mi energía regrese sola, sin empujarla.

2. Hago únicamente lo mínimo necesario.
Solo lo realmente urgente: citas médicas, exámenes, trabajo impostergable. Todo lo demás lo muevo para otro día. Y cuando la ansiedad empieza con sus amenazas veladas, le recuerdo que descansar no es perder tiempo: es recuperarlo.

3. Busco refugios pequeños.
Una serie que ya vi diez veces. Un libro que casi me sé de memoria. La música de Taylor Swift que me abriga incluso en silencio. Una siesta larga. Pequeñas cosas que no me piden nada a cambio y que me devuelven un poquito de mí.

4. Me escucho con suavidad.
Me pregunto qué detonó este bajón: ¿la sobrecarga social?, ¿algo que me dolió?, ¿demasiados “sí” cuando quería decir “no”?
Cuando encuentro la raíz, dejo de pelear conmigo y empiezo, de verdad, a acompañarme.
El mundo insiste en que descansar es improductivo, pero la verdad es que descansar es cuidarse.
Y aun así, sé que descansar también es un privilegio. Lo digo porque es cierto: la mayoría de personas tienen un trabajo de oficina con horarios rígidos y responsabilidades que no permiten simplemente decir “hoy no doy más”.
Yo, en cambio, trabajo desde casa y en la empresa familiar. Y mi mamá, que también es mi jefa, entiende perfecto cuando estoy drenada, cuando necesito silencio, cuando mi mente se apaga sin previo aviso. Ella no me exige de más. Ese apoyo hace que estos días sean más llevaderos y que pueda escucharme sin tanta culpa.
Y eso, honestamente, es un privilegio enorme.
Así que si tienes ese gran privilegio y hoy estás teniendo un día en el que no quieres nada, quiero que sepas que no estás solo. Que no hay algo “mal” contigo, que no eres menos por necesitar una pausa, que no tienes que ganarte el derecho a descansar.
Permítete bajar el ritmo sin culpa. Haz lo básico. Respira hondo. Vuelve a ti. A veces, el simple acto de detenerse es la forma más honesta de seguir adelante. Si necesitas un recordatorio más claro: está bien no poder con todo. Y está bien pedirte menos, al menos por hoy.
Nos leemos en la próxima carta.
Con cariño,
Valentina C. Villada.





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