Mi semana en el psiquiátrico
- Valentina C. Villada
- 2 mar
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 30 abr
Querido lector,
The bitch is back! Hace una semana, entré a un lugar que me aterraba y me hacía sentir vergüenza. Me sentía completamente rota, atrapada en un abismo del que no veía salida. Pero luego de pasar siete días en el centro de hospitalización psiquiátrica de la Clínica San Juan de Dios de La Ceja, Antioquia, estoy de vuelta y, sorprendentemente, más tranquila.

Este tiempo de encierro fue un descanso que no sabía que necesitaba. Estar lejos del ruido me dio un poco más de claridad y me ayudó a entender mejor lo que me pasaba. Durante mucho tiempo pensé que un hospital psiquiátrico era solo para personas “locas”, MUY locas. Para quienes estuvieran lo suficientemente mal como para necesitar ser encerradas. Pero no para mí, porque ¿cómo podría yo estar mal?, ¿cómo algo podría afectarme tanto como para terminar ahí?
Sin embargo, cualquier objeto bajo la presión adecuada se rompe. Y yo lo hice. No puedo señalar exactamente qué fue lo que me quebró, pero algo lo hizo y me dejó vacía, sin ganas de seguir, sintiéndome insuficiente. Como si todo lo que había logrado no sirviera para nada.
El pabellón
Cuando llegué al hospital psiquiátrico, me asignaron al pabellón Santa María, también conocido como Intermedio Mujeres, un espacio diseñado para aquellas que, como yo, lidiaban con ansiedad, depresión o trastornos alimenticios. Era un edificio de techos altos, paredes blancas y puertas de madera. Solo había un pequeño espejo en el baño, nada de objetos filosos ni cuerdas. Las ventanas eran de vidrio resistente, la iluminación artificial, y el tiempo parecía transcurrir en cámara lenta. Se sentía como si el mundo se hubiera detenido por un momento.
Éramos aproximadamente 20 mujeres (entre los 14 y los 70 años) compartiendo el pabellón, aunque cada vez que una se iba, entraban más. Parecía que el número nunca cambiaba. Las habitaciones estaban organizadas en bloques, cada uno con dos habitaciones y dos baños. En cada habitación había dos camas individuales con colchones duros y una almohada cuestionable, además de un clóset compartido. La ropa debía llevarse en bolsas y no podía tener cordones ni cinturones. Todo estaba pensado para minimizar cualquier posibilidad de autolesión.
Las reglas eran simples y estrictas:
No podíamos tener ningún dispositivo electrónico como celulares o relojes.
Solo podíamos realizar dos llamadas al día, de cinco minutos cada una.
Las visitas se realizaban los lunes, miércoles y viernes, pero solo nos permitían una por semana, de una hora y con autorización del psiquiatra.
El tiempo al aire libre era mínimo, una hora al día y siempre bajo supervisión.
Solo podíamos usar tijeras o sacapuntas durante las terapias.
Estar allí se sentía como estar en Big Brother. Había cámaras en los pasillos y habitaciones; el único espacio sin vigilancia era el baño, aunque no tenía cerradura. La ducha no tenía control de temperatura ni de presión; a veces el agua salía helada, otras apenas un hilo de viento. Todo dependía de la suerte. Aun así, bañarse era uno de los pocos momentos de relajación.
El pabellón tenía un comedor donde comíamos juntas y una sala con smart TV. Allí veíamos películas, series, escuchábamos música o participábamos en terapias de manualidades. El pasillo tenía tres sillones donde algunas dormían, otras conversaban o simplemente pasaban el rato, porque no podíamos entrar a las habitaciones desde las nueve de la mañana hasta las cuatro y media de la tarde.
También había un consultorio donde veíamos al psiquiatra todos los días de lunes a viernes, y un puesto de enfermería con dos o tres enfermeras que nos tomaban los signos vitales en la mañana y en la noche, además de administrarnos los medicamentos.
La rutina diaria
La rutina era monótona, pero dentro de su monotonía había algo reconfortante. Los días empezaban temprano, aunque sin relojes no podía saber la hora exacta. Solo sabía que a las 6:30 a.m. abrían las persianas. Generalmente me despertaba a las 6:00 y conversaba con mi compañera de habitación. Durante mi estancia tuve dos, y siempre aprovechaba ese rato de la mañana para ducharme, arreglarme y tratar de planear el día, aunque realmente no había mucho que hacer.
A eso de las 8:00 abrían los bloques de las habitaciones y entraban las enfermeras a preguntarnos cómo habíamos dormido. Luego salíamos al pasillo para tomarnos los signos vitales y recibir la medicación. Algunas chicas tomaban entre cinco y diez pastillas diarias. Después, pasábamos al comedor. Todo se servía en platos de plástico y el único cubierto permitido era una cuchara. El desayuno era sencillo: pan, huevos, jugo, café. Si alguien tenía una dieta especial, las enfermeras lo reportaban al equipo médico.
Después del desayuno, venía la primera terapia de manualidades. Algunas participaban, otras preferíamos ocuparnos de otras cosas: leer, escribir, conversar o simplemente dormir en los sofás del pasillo. A media mañana nos daban algo de comer, y después nos sacaban al patio para tomar el sol. Aunque, al menos mientras estuve allí, cada vez que salíamos, el sol se escondía.
Al mediodía llegaba el almuerzo, con la misma rutina de los platos de plástico y la comida empacada. Se hablaba poco durante la comida, aunque a veces se escuchaban risas y conversaciones sueltas. Luego venía el segundo bloque de terapia. Muchas no entrábamos, usábamos el tiempo para dormir o hacer lo que encontráramos. Yo casi siempre estaba escribiendo y escuchando historias de las demás.
A las 5:00 o 5:30 tomaba otro baño y me ponía la pijama. A las 6:00 era la cena, y después tomábamos la medicación nocturna. Media hora más tarde nos daban la merienda: generalmente chocolate con galletas. Finalmente, nos volvían a tomar los signos vitales y nos enviaban a las habitaciones. No era obligatorio dormir de inmediato, pero con la medicación era casi inevitable.
Los días se sentían largos, como si el tiempo estuviera detenido. Sin embargo, dentro de todo el encierro, encontré algo de paz. No tenía que fingir que estaba bien. No tenía que explicar nada. Solo tenía que existir. Y, de alguna forma, eso era suficiente.
Aprendizajes
Hubo momentos en los que sentí que mis problemas no eran lo suficientemente graves, que tal vez solo estaba exagerando. Ver a otras personas con historias difíciles me hizo pensar que mis problemas eran "de niña rica privilegiada" (aunque no lo soy), como si no tuviera derecho a sentirme así. Pero estar ahí también me enseñó algo importante: no hay una escala de sufrimiento. No hay un “suficiente” o un “no suficiente” para sentir dolor. Cada persona vive su propia batalla, y todas son válidas.
Durante meses pensé que mi depresión era normal. Creí que el no querer hacer nada, el no encontrarle sentido a la vida, la falta de apetito eran solo etapas pasajeras. Pero no lo eran. Y cuando todo se derrumbó, cuando ya no pude sostenerme sola, terminé en el único lugar al que nunca imaginé que llegaría.
Al final, salí del hospital más tranquila. No puedo decir que me curé, porque la depresión no desaparece en una semana, pero el encierro me dio claridad. Me permitió reconocer lo que sentía sin culpa y darme cuenta de que necesitaba ayuda.
Si algo quiero que recuerdes después de leer esto, es que no tienes que llegar al límite para buscar apoyo. No tienes que estar “lo suficientemente mal” para merecer ayuda. Tu dolor es válido, tu historia importa, y no estás solo.
Con cariño,
Valentina C. Villada.
Comentários